Libertad de expresión online… siempre que me des la razón

Las redes sociales tienen un enemigo. No, no es el gobierno con su idea de gravar los videojuegos violentos ni con su eterna obsesión...

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Las redes sociales tienen un enemigo. No, no es el gobierno con su idea de gravar los videojuegos violentos ni con su eterna obsesión de controlar todo lo que se mueve en línea. El enemigo es más cercano, más cotidiano y mucho más difícil de combatir: nosotros mismos, los usuarios.

En teoría, internet es un espacio democrático. Todos podemos opinar, todos podemos escribir y, en algún punto, todos podemos ser leídos. Pero hay un problema: esa misma libertad permite que cualquiera pueda ignorar, descalificar o ridiculizar lo que decimos. Y lo que a muchos les resulta insoportable no es el insulto, sino el silencio; el ser pasados por alto.

Ponga usted el tema que quiera. Por cada publicación informativa hay dos o tres que no suman nada, más bien confirman lo mismo: el fanatismo y la incapacidad de aceptar la diferencia. Lo vimos hace apenas unos días con el ataque a la Flotilla de Global Sumud, donde ambos bandos dieron cátedra del fanatismo en redes sociales.

De un lado, la campaña que sigue a la flotilla recurrió a la victimización y al sentimentalismo como motor de simpatía, al mismo tiempo que acusaba a los medios de no cubrirlos, aunque ellos mismos se encargaban de hacerlo en tiempo real desde sus plataformas.

En la otra esquina, quienes critican el movimiento se concentraron en burlarse de los activistas, en atacar su vida personal y ridiculizarlos, en lugar de debatir la utilidad de la misión o la complejidad histórica del conflicto en Gaza.

Así se comportan muchas discusiones digitales: no como diálogos, sino como trincheras. El fanatismo convierte cada red en una caja de resonancia donde los seguidores se reafirman unos a otros y cualquier argumento contrario, incluso si es sensato, es descartado como “enemigo”.

El verdadero enemigo de las redes no es el algoritmo, ni el gobierno, ni las televisoras. Es la incapacidad de aceptar que alguien piense distinto.

Es el autoengaño de creer que la libertad de expresión es válida sólo cuando nos aplauden. Y mientras eso siga siendo la norma, las redes no serán plazas públicas: serán espejos, donde cada quien se ve, se escucha y se convence a sí mismo de que tiene la razón.

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