Qué nivel de debate
El penoso espectáculo protagonizado por Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña
El penoso espectáculo protagonizado por Alejandro “Alito” Moreno y Gerardo Fernández Noroña no sólo refleja el bajo nivel de la política nacional, también exhibe el grado de deterioro del debate público en el país. Lo que debería ser un espacio de confrontación de ideas y propuestas terminó reducido a gritos, insultos y hasta amenazas de golpes, en una escena que más bien parecía sacada de un ring de boxeo que de un foro legislativo.
Este triste episodio no es ajeno a Quintana Roo. Aquí no hemos visto a los diputados llegar a los golpes, pero el Congreso local padece un problema igual de grave: la ausencia de debate político real. La mayoría morenista aplasta cualquier intento de discusión seria, cerrando el paso a voces disidentes y reduciendo la pluralidad a un simple trámite. La imposición disfrazada de “mayoría democrática” se ha convertido en la regla.
Muchos dicen que estos son los políticos que los mexicanos elegimos. Sin embargo, la afirmación merece matices. En gran medida, la votación que llevó a Morena y a sus aliados al poder no obedeció a un análisis profundo de proyectos, trayectorias o propuestas legislativas, sino a la esperanza de garantizar la continuidad de los programas sociales. Pensiones, becas, apoyos alimentarios y de vivienda —los llamados “del Bienestar”— han terminado por convertirse en la moneda de cambio más poderosa de nuestra democracia.
El problema es que esta lógica, aunque legítima en el sentir de muchos votantes, empobrece nuestra vida pública. Se reduce la política a una ecuación de dádivas, y no a la exigencia de rendición de cuentas, contrapesos ni visión de Estado. Así, no es extraño que los representantes actúen como lo hacen, sin debate, sin ideas, sin respeto por la investidura y, en algunos casos, sin vergüenza.
Si la política mexicana quiere recuperar dignidad, urge reconstruir la cultura del debate, abrir espacios a la oposición, y entender que gobernar es algo más que administrar beneficios sociales.
Lo más preocupante es que la ciudadanía comienza a normalizar estos comportamientos. Se acepta como inevitable que los legisladores discutan a gritos o que las mayorías avasallen sin escuchar. Ese conformismo es peligroso, porque permite que la política siga degradándose sin que nadie levante la voz para exigir un cambio. La indiferencia social se convierte, al final, en el mejor aliado de los políticos que prefieren la simulación a la rendición de cuentas.
En Quintana Roo, como en el resto del país, es urgente que la sociedad civil, la academia, los medios y los propios votantes impulsen una cultura política distinta. No podemos resignarnos a que el futuro del estado y de México se decida en un Congreso sin debate, ni en un país donde los líderes se insultan y pelean como en una arena. La democracia exige participación, pero también exige dignidad, y sin ambas solo estaremos abonando al espectáculo penoso que hoy presenciamos. ¿Podrán los legisladores algún día corresponder a la ciudadanía como se debe?